Javier Cervigon. Comentarios sobre Dei Verbum.

Comentarios sobre Dei Verbum.

Función del Magisterio de la Iglesia en relación a la Biblia.


La Sagada Escritura es el testimonio escrito e inspirado
de la Revelación.




La Sagrada Escritura no se identifica con la Revelación.
La Biblia no se identifca con la Palabra de Dios. La Palabra de Dios, del Padre, es Jesucristo; esta sí es propiamente la Palabra de Dios. En la Dei Verbum, como regla general, cuando aparece "Palabra de Dios" se identifica con Jesucristo, no con Sagrada Escritura (en malas traducciones del original en latín sí aparece muchas veces la Palabra de Dios como referida a la Escritura) .
La Biblia es el testimonio escrito e inspirado de la Revelación. Es la expresión literaria de una determinada experiencia humana. ¿Qué experiencia humana está en la base de la Biblia?
Para entender la Biblia hay que hacer una experiencia similar o igual. No se trata de hacerse pescador en Tierra Santa. La condición indispensable es que Jesucristo siga presente (como sigue presente, por ejemplo, en l@s sant@s). La experiencia se realiza con la apertura de la razón y la libertad a la realidad: la realidad es la que manda, y la razón debe ser la apertura a la realidad según la totalidad de los factores.










(En construcción).


















Algunas diferencias entre las Constituciones
Dei Filius (Vaticano I) y
Dei Verbum (Vaticano II).

De la confrontación de estos textos conciliares se desprenden ciertas dife­rencias dignas de tenerse en cuenta:




Relación entre revelación natural y sobrenatural.

- El Concilio Vaticano I parte de la revelación natural y de la posibilidad del conocimiento de Dios (el Concilio habla de conocimiento, no de demostración) a la luz de la razón humana para desembocar después en la revelación sobrenatural.

  • El Concilio defendió la revelación natural, contra todos aquellos que despreciaban la razón humana negándole toda posibilidad de alcanzar, por via ascendente, el conocimiento de Dios.
  • Defen­dió la revelación sobrenatural, contra todos los que concedían a la razón plena autonomía y suficiencia, reduciendo la revelación cristiana a una realidad puramente inma­nente al hombre.

- La perspectiva del Vaticano II es al revés.

El Concilio comienza hablando -ampliamente- de la revelación personal e histórica de Dios que culmina en Jesucristo (DV 2-4), así como de la fe en cuanto respuesta adecua­da a la revelación sobrenatural (DV 5), asegurando así, desde el mismo punto de partida, lo específico de la revelación y de la fe bíblico-cristiana; por otra parte, la ausencia de un contexto apologético de defensa contra los errores doctri­nales permite al Concilio Vaticano II ofrecernos una teología más expositiva de los contenidos de la revelación sobrenatural. Únicamente al final del cap. 1, la DV 6 recupera el dato del Vaticano I sobre la revelación natural y sobre la posibilidad que el hombre tiene de conocer a Dios. Recuperación sin duda muy importante para nuestro tiempo, si se tiene en cuenta el pretendido carácter científico del ateísmo contemporáneo.




La expresión “plugo a Dios” en Dei Filius y en Dei Verbum.

El Vaticano II, además de trastocar la perspectiva de las dos revelaciones, permite entender mejor la distin­ción y unidad entre
– creación-revelación natural, por una parte
– y revelación sobre­natural por otra.
En el Vaticano I, y en la DV 6 que lo cita, llega a armonizarse la doble revelación dialécticamente, mediante la afirmación de la necesidad moral, dentro de las condiciones actuales de la historia salvífica, de una revelación sobre­natural incluso acerca de las verdades que no son inaccesibles de por sí a la razón­ humana. Y el «plugo a Dios» de la Dei Filius contiene un matiz muy preciso y legítimo, el de subrayar el contraste entre
– el esfuerzo religioso del hombre en la búsqueda de Dios (cf. Hch. 17, 26-31)
– y el don que Dios otorga al hombre revelándose en Jesucristo.
En la DV del Vaticano II en cambio, el «plugo a Dios» abre el discurso sobre la Revelación en absoluto y pone el acento en la libre y gratuita iniciativa de Dios en el acto de revelarse: ¡La Revelación es Gracia! Además la DV 3 «con su cristocentrismo (...) permite entender mejor la unidad y la diferencia entre creación y revelación. La distinción es descrita por un insu­per ('además'), como algo que emerge como novedad respecto del horizonte ante­rior. En cambio la unidad se ha dado gracias a la creación por el Verbo»: como la creación misma ha sucedido en el Verbo, posee un intrínseco destino hacia Cristo.



Revelarse a Sí mismo es manifestar el misterio de su voluntad.

En cuanto al objeto de la Revelación, la DV sigue al Vaticano I («Revelarse a sí mismo...»). La Revelación no nos da simplemente a conocer algo, sino a Alguien, al Dios viviente en Cristo Jesús. Con todo la DV sustituye la palabra decreto por la expre­sión paulina el misterio de su voluntad: con esto pretende evocar en su totalidad el designio salvífico revelado y realizado en Jesucristo (carácter cristocéntrico de la Revelación) y subraya la unidad entre Revelación y Salva­ción, como expresamente se dice a continuación: «mediante el cual los hombres (...) tienen acceso al Padre y son hechos partícipes de la naturaleza divina».



Con esta Revelación el Dios invisible en medio de su gran amor habla a los hombres como amigos.

De esto no aparece nada en el Vaticano I. Algunos Padres del Concilio Vaticano II hicieron observar que era excesivo, tal vez, decir: «Dios habla a los hombres como a amigos» y habrían preferido la expresión «como a hijos», de acuerdo con un uso más frecuente en la Biblia. Pero la expresión «como amigos», igualmente bíblica, se mantuvo en el texto definitivo. Dicha fórmula expresa maravillosamente esa resonancia personal e íntima de toda la Revelación Bíblica, que la DV se complace en reite­rar en el último capítulo: «En los Libros Sagrados, el Padre que está en los cielos sale amorosamente al encuentro de sus hijos y conversa con ellos» (n. 21).



Esta Revelación se lleva a cabo por medio de hechos y palabras íntimamente relacionados.

Según el Concilio Vaticano I:
el objeto formal de la Revela­ción es la enseñanza por parte de Dios de aquellas verdades que superan la capa­cidad natural de la razón humana. Los hechos fundamentales de la Historia de la Salvación no constituyen formalmente una parte de la Revelación sino única­mente la ocasión de desvelar el contenido de la Revelación; Cristo como aconte­cimiento histórico que culmina la Revelación ocupa en ella un puesto secunda­rio.

En cambio, para la DV:
la Revelación se realiza por hechos y palabras: es realmente Palabra de Dios, pero también e inseparablemente es acontecimiento, manifestación y desenvolvimiento del plan de Dios a lo largo de una Historia.











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La Biblia como testimonio escrito e inspirado
de la Revelación dialogada y amistosa de Dios.
(La Revelación no es solamente la Biblia).


La Dei Verbum, al presentar la Revelación como una «conversación» de Dios con los hombres debida a la iniciativa del amor, se expresa con estas palabras de San Bernardo:
«Ego arbitror praecipuam invisibili Deo fuisse causam, quod voluit in carne videri, et cum hominibus horno conversari, ut carnalium videlicet, qui nisi carnaliter amari non poterant, cunetas primo ad suae carnis salutarem amorem affectiones retraheret, atque ita gradatim ad amorem perduceret spiritualem» (In Cantica, Sermo 20,6: PL 183, 870 B).

Y, más extensamente, la Dei Verbum parece haberse inspirado en una página de la Encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI:
«La revelación que es el vehículo sobrenatural que Dios mismo ha tenido la iniciati­va de instaurar con la humanidad puede representarse como un diálogo en el que el Verbo de Dios se expresa con la Encarnación y después con el Evangelio. El coloquio paterno y santo interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original se ha reempren­dido maravillosamente a lo largo de la historia. La historia de la salvación relata precisa­mente este largo y variado diálogo que arranca de Dios y empalma con el hombre una conversación amena y maravillosa. En esta conversación de Cristo con los hombres (Bar 3, 38) es donde Dios hace comprender algo acerca de Sí mismo, el misterio de su vida, absolutamente una en su esencia y trina en sus Personas: aquí es donde dice El cómo quiere ser conocido: El es amor, y como tal quiere ser honrado y servido. Nuestro manda­miento supremo es amor. El diálogo se hace pleno y confiado; el muchacho queda invita­do a este diálogo, el místico se extravía en él (...)» (AAS 56, 1964, p. 632).


Pero las únicas citas en que se apoya este aspecto dialógico-amistoso de la Revelación las ha sacado de la Biblia. Exami­némoslas brevemente.

Ex 33, 11: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, lo mismo que un hombre habla con su amigo».
Moisés no sólo es el mediador del éxodo y de la alianza; es el personaje típi­co en cuya experiencia se cumple y se expresa el plan de Dios sobre Israel y sobre todo hombre. Los diversos «éxodos» de Moisés patentizan también el itine­rario espiritual y el testimonio de todo creyente:

- «Salido hacia los hermanos opri­midos» (Ex 2, 11) en un gesto generoso de solidaridad, el primer Moisés, perse­guido por el Faraón, huye al desierto (Ex 2, 15), descubre la presencia de Dios en la zarza que arde sin consumirse (¿símbolo de su misma vida?) y escucha la voz de Dios desde la zarza ardiente y le encomienda la misión del éxodo para liberar a su pueblo y le conforta con su presencia:

- «Ahora ve... saca de Egipto a mi pueblo... Yo estaré contigo» (Ex 3, 10-12). Este es el segundo Moisés que libera a Israel y lo conduce al Sinaí humeante para que todo el pueblo escuche la voz de Dios desde el fuego (Ex 19-24).

- Mas una tercera experiencia le espera: Entra en la «tienda del encuentro» para conocer a aquel Dios que «le habla cara a cara, como un hombre habla con su amigo» (Ex 3, 11). El escritor bíblico, tal vez el Yahvista, ha tratado de expresar la inexpresable intimidad de Dios con Moisés dentro de la categoría del diálogo amistoso, vehículo de la más profunda comunión.

- Y Moisés, empujado y animado por aquel diálogo entrañable, se pone en camino para el último «éxodo» gritando: «¡Señor!» Haz que vea tu rostro, tu gloria» (Ex 33, 18-23). Moisés, líder de la liberación, tiene sed de contemplación. Llevará a la tumba una doble nostalgia: la tierra y el rostro personal de Dios.


Ba 3,38: «La Sabiduría se ha derramado sobre la Tierra y ha conversado con los hombres».

En la época del libro de Baruc (comienzos del s. II a. C.) la Sabiduría no tiene todavía un rostro humano. Es «el libro de los decretos de Dios, la ley que subsiste por los siglos» (Ba 4, 1). Es, en suma, la Palabra-Revelación que Dios ha comunicado a los hijos de Abraham (cf. Ba 3, 37), para que ellos a su vez se la comunicaran a los hijos de Adán. Dios, conversando con su Pueblo, pretende comunicarse y conversar con todos los hombres.
Esta Sabiduría de Dios derramada definitivamente sobre la Tierra será Jesucristo en persona. Será Él la «nueva tienda del encuentro» de la experiencia mosaica: «Y el Verbo (la Palabra) se hizo carne y vino a habitar (eskenosen = plantó su tienda) entre nosotros y nosotros vimos su Gloria» (Jn 1, 14).
(El texto de Bar 3, 38 lo citan frecuentemente los Padres de la Iglesia. Estos ven en él una figura del misterio de la Encarnación; y el Nuevo Testamento identifica la Sabiduría con Cristo, única y auténtica Palabra de Dios).


Jn 15, 14-15: «Vosotros sois mis amigos (...) No os llamaré ya siervos, sino que os llamo amigos».

En Jesucristo el invisible rostro de Dios se ha hecho visible: «Felipe, quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 8-9; cf. 1, 18)

y la Palabra de Dios se hizo carne (1, 14), se hizo presencia y diálogo amistoso con los hombres.

Creer en Jesucristo significa, en el Evangelio de Juan, andar detrás de Jesús, según el ejemplo de los dos primeros discípulos de los cuales leemos en Jn 1, 38-39: «fueron detrás de Jesús» «vieron dónde habitaba» y «se quedaron con él». La hora del encuentro y de la conversación con Jesús era «la hora décima», es decir, la hora del cumplimiento y de la llegada definitivos para la inquietante búsqueda que realiza todo hombre.

Este primer encuentro da comienzo a una larga historia de diálogo entre Jesús y sus discípulos, que culmina en el discurso de la Ultima Cena (Jn 13-17). Los discípulos llegan a ser realmente «los amigos de Jesús» en virtud de su libre y gratuita elección, garantizada por el acto supremo de su ágape, que es la entrega de su vida por amor.

Ya no existen secretos para los discípulos convertidos en «amigos»: Jesús les comunica la Revelación entera (14, 6-7) y, mediante el don del Espíritu, se la hará comprender (14, 25-26; 16, 12-15).


A estos textos podríamos añadir Is 41,8, pasaje donde Dios llama a Abra­ham «amigo mío». La aventura de la palabra de Dios con los hombres comienza en realidad con Abraham, por cuya memoria el narrador Yahvista se tomó la maravillosa y fascinante libertad de presentarnos a un Dios que «no pudo tener escondido su plan a Abraham» (Gn 18, 17) que incluso acepta su invitación a «confortar el corazón» y a «comer» de forma humana fuera de la tienda (cf. Gn 18, 1-8). La Historia bíblica se inicia con una doble nostalgia: Dios tiene nostal­gia del hombre y Abraham tiene nostalgia del Dios único, del Absoluto. En Abra­ham «amigo de Dios» y «Padre de los creyentes» todos los hombres están invita­dos a una relación amistosa con Dios. También en esto -por usar la expresión de Pío XI- «los cristianos son espiritualmente semitas».












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El estilo de la Dei Verbum.

Es en la Biblia misma donde el Concilio Vaticano II ha recupe­rado el carácter

interpersonal, existencial, dinámico y comunicativo

de la Revelación-Palabra de Dios, aportando así una integración necesaria al concep­to más bien reductivo de la Revelación que los manuales de teología habían heredado de los Escolásticos: Siguiendo a Santo Tomás, afirmaban que hablar es manifestar el propio pensamiento a alguien por medio de signos. Se pone el acento en el descubrimiento del pensamiento por medio de la palabra y sobre la partici­pación en el conocimiento que se realiza mediante ella. Pero el deseo de ense­ñar verdades que el hombre no puede conocer por sí mismo, no agota el proyec­to revelador de Dios, que no es solamente un «Maestro» que enseña.

Al revelarse, Dios habla el lenguaje de la amistad y del amor:


  • Dios llama, convoca, interpela a los hombres (función apelativa del lenguaje); los creyentes que escuchan, acogen y viven la Palabra de Dios, son los «kletoi» (así llama el apóstol Pablo a los cristianos: cf. Rom, 1, 6, 7; 8, 28; 1 Cor 1, 2.24, etcétera), es decir, los llamados; la comunidad de los creyentes es la Ekklesía, la asamblea de los convocados.

  • Dios narra, interpreta al hombre, la existencia y la historia, enseña (función informativa del lenguaje). Así la Palabra de Dios juzga, amenaza, promete, consuela, enseña. Pone al descubierto el misterio del hombre, se hace «auto­comprensión» ya que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra quesale de la boca de Dios» (Dt 8, 3). En otros términos, el hombre se conoce así mismo y la plenitud de su ser y de su destino no a través de lo que él mismo realiza, busca u obtiene por su experiencia, sino escuchando la Palabra de Dios (este carácter «antropológico» de la revelación está ampliamente expresado en la Gaudium et Spes del Vaticano II).

  • ­ Dios se expresa, habla de Sí mismo, se revela a Sí mismo a los hombres y les revela su vida íntima (función expresiva del lenguaje), para invitarlos y admitirlos a la comunión de vida con El. No habla a distancia, sino haciéndose presente: lleva el nombre JHWH, es decir, El que está ahí, el que está presente, está con, es el Emmanuel, Dios con nosotros. La aventura milenaria de la Palabra de Dios (cf. Hebr 1, 1-2) tiene su meta en un Hombre que es La Pala­bra de Dios hecha carne (Jn 1, 14 a), la Tienda en la que Dios mora (Jn 1, 14 b) y conversa con la familia humana: la Palabra de Dios se llama Jesús (Yavhé salva).



Ya el Proemio de la Dei Verbum, haciendo propias las palabras de S. Juan: «Os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se manifestó a noso­tros; os anunciamos lo que hemos visto y oído, a fin de que vosotros tengáis comunión con nosotros y nuestra comunión sea con el Padre y con su Hijo Jesu­cristo» (1 Jn 1, 2-3), contiene en germen todo lo que el primer capítulo de la Constitución afirma sobre la Revelación. Se encuentran señalados claramente el objeto, el modo, la transmisión y la finalidad de la Revelación de Dios:

El objeto. Es «la vida eterna», que para Juan es el más radical de los atri­butos divinos: lo «eterno» evoca «no una vejez sin fin, sino una incorruptible juventud». Una vida así no puede separarse de «la Luz» (Jn 1, 4) que en Juan es sinónimo de «Revelación». Ahora bien, vida y luz se identifican con «la Pala­bra» que «existía ya en principio, estaba junto a Dios, era Dios» (Jn 1, 1). El objeto de la divina Revelación, llámesele «Dei Verbum» o «Vita Aeterna», es, por lo tanto, el mismo Dios que se abre a los hombres y se comunica a ellos como «Verdad y Vida».

El modo. La vida eterna de Dios se manifestó a nosotros en Jesucristo, (...) quien revela a Dios no sólo con sus palabras sino con su misma presencia acti­va, con todo su ser (cf. DV 4). La presencia del Verbo de Dios encarnado es algo más que una mera enseñanza doctrinal. En Él, la Palabra de Dios no sólo se ha hecho «oir», sino «ver» y «tocar». Jesucristo es la definitiva Teofanía del Padre.

La transmisión. El anuncio de San Juan es un testimonio; como lo es el anuncio de la Iglesia, fundada sobre el testimonio de los apóstoles. Antes de ser «Maestra» la Iglesia es «discípula»; antes de «anunciar la Palabra de Dios» la Iglesia la «escucha» religiosamente; antes de «comunicar la Vida» la Iglesia la «recibe». Como dice la DV 8: «La Iglesia perpetúa y transmite todo cuanto ella es, todo cuanto cree»; y los instrumentos de su Tradición son: «su doctrina, su vida y su culto».

La finalidad última. Viene expresada en la primera carta de Juan y en el Proemio de la Dei Verbum en términos de «koinonía», de comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo: Esta es la Vida Eterna manifestada y dada a los hombres por el Verbo hecho carne. Mas todo esto no es un asunto privado, enco­mendado a la relación particular de cada una de las personas de la Revelación. El encuentro con Cristo, «Verbum Dei», pasa a través de su Sacramento que es la Iglesia, signo visible y eficaz de la comunión fraterna (cf. LG 1). San Juan no escribe: «Anunciamos la Vida Eterna... a fin de que vosotros tengáis también comunión con nosotros», y añade: «y nuestra comunión sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo». El anuncio de la palabra edifica la Iglesia, comunidad de los hijos de Dios (cf. AG 1) y la convierte en sacramento de comunión con Dios para todo el género humano.
Ya San Agustín comentaba: «En este paso estamos retratados y dibujados nosotros mismos. Que se verifique, por tanto, en nosotros aquella felicidad que el Señor anunció para las generaciones futuras; permanezcamos firmemente adheridos a lo que no vemos porque nos lo atestiguan los que lo vieron. «Para que -afirma Juan- también vosotros tengáis parte con nosotros». ¿Qué hay de extraordinario en tomar parte en la sociedad de los hombres? Espera antes de objetar; considera lo que añade: «Que nuestra vida esté en comunión con Dios Padre y con Jesucristo, su Hijo. Os hemos escrito estas cosas para que sea plena vues­tra alegría». Juan afirma que la llenumbre de la alegría está cabalmente en la vida en común, en la caridad y en la unidad» (Exposición de la epístola a los Partos, en Obras de San Agustín, XVIII, BAC, 187, p. 196).













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Revelación y Alianza.

Dado que la Revelación es el diálogo entre Dios y la humanidad orientado a producir una comunión de vida que la Biblia llama Alianza, las etapas que jalonan la Historia progresiva en la Alianza marcan también el ritmo a los términos del diálogo revelador entre Dios y el hombre.
Desde el momento en que Dios dirige a Adán la primera palabra interroga­dora: «¿Dónde estás?» (Gn 3, 9), la definición bíblica del hombre se encuentra en esta pregunta: «El proyecto bíblico se refiere al hombre interpelado; la econo­mía bíblica sitúa el TU del hombre frente al YO de Dios.

La acuciante pregunta divina no es indicio de una agresividad, de una envi­dia o de un odio, sino la señal del amor divino que necesita del hombre para llevar a cabo su obra, construir la ciudad humana de Dios».


Dios dice:.............................. El pueblo responde:

«Vosotros sois mis siervos» (Lv 25,42)..........«Tú eres nuestro Señor» (Sal 8, 2-10).
«Yo soy vuestro Rey» (Ez 20,33).......................«Dios es nuestro Rey» (Is 33,22).
«Vosotros sois mis testigos» (Is 43,10; 44,8)...«Tú eres nuestro Creador» (Is 45,7).

Pero a medida que la Alianza va cobrando profundidad y toma como símbo­lo el amor conyugal, las dos partes (Dios y el Pueblo) se encaminan a un diálogo entre «iguales». Ellos son entre sí «amantes» y se llaman e interpelan con térmi­nos iguales. El diálogo se hace armonioso y paralelo:

Dios dice: ..............................El pueblo responde:

«Yo os amo...» (Jr 31,2; Mal 1,2)... «Amad a Dios, amantes de Dios» (Sal 31,24; 97,10).
«Mi Amado es para mí»................. «y yo para El» (Ct 2,16).
«Te haré mi esposa para siempre»....«y tú me llamarás Esposo mío» (Os 2,18-20).

Pero, en el fondo, ni siquiera en este punto se detiene el dinamismo progresi­vo de la Revelación de Dios y de la respuesta del hombre. Es propiamente el amor conyugal el que al informar la Alianza la hace dinámica.
La «relación-participación de vida» entre los esposos evoluciona y se interioriza cobrando una mayor profundidad a medida que el amor se hace más esta­ble: Los escalones del amor, la espera y la plenitud de un encuentro, el dolor de la separación, la nostalgia de haberse conocido y el deseo de encontrarse maña­na: he aquí algunas de las vivencias que imprimen a la vida en común de los esposos un perpetuo dinamismo. Al asumir la Alianza el símbolo del amor conyugal, no deja de ser «historia»; al contrario, toma todavía más el significa­do de una filosofía existencial de la historia, que es la patética tragedia de un amor conyugal con todas las vicisitudes. La Revelación bíblica, lejos de ser una mera información doctrinal y un contenido ético, se convierte en participación en un mismo destino común de lo Divino y de lo humano.










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Consecuencias para la lectura y comprensión de la Biblia.

Hay que subrayar algunas cualidades que toda lectura y comprensión de la Biblia debe poseer para ser fiel a la naturaleza dialógica, interpersonal de la Revelación.


La Biblia no es reducible a mera función informativa.

Si la Revelación de Dios se asemeja enteramente al lenguaje humano (salvo en el error) y asume sus tres funciones no se puede leer la Biblia con una lectura que reduzca el Libro Sagrado a varios millares de proposiciones que recogen verdades que se imponen únicamente al asentimiento intelectual. "No es legítimo extirpar todos los elementos emocionales, expresivos, y todo lo que apela a nuestra respuesta. La Sagrada Escritura hay que leerla como obra de lenguaje total, funcionando plenamente, en la que Dios me habla"; en apoyo de esta afirmación, L. Alonso Schökel, en La palabra inspirada, aduce como ejemplo dos textos bíblicos, no reducibles a la mera función informativa so pena de desvirtuar su mensaje: Os 11,1-9 y Rom 7,14-25.
No cabe duda de que el pasaje de Oseas, Dios hablando en primera persona, quiere proclamar el amor de Dios a su Pueblo. Pero los versículos de Oseas ponen en acción las demás funciones del lenguaje, ya que en ellos Dios se expresa y me impresiona. Si la página del profeta deja frío e indiferente al lector, después de haber leído en ella el modo como Dios afirma su amor por Israel, quiere decir que no ha sabido leerla.
Cuando San Pablo en Rom 7 describe patéticamente, y en primera persona, la lucha interior que se desarrolla en el corazón de todo hombre, donde se esta­blece la lucha encarnizada entre la «ciudad de Dios» y la «ciudad de Satán», aquel riguroso «crescendo» literario expresa mucho más que la simple verdad de una escisión existente en el interior del hombre. Pablo no pretende meramente «infor­mar» cuando a la pregunta casi desesperada: «¡Ay desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (v. 24), no responde con una fría proposi­ción como podría entenderse de la versión latina de la Vulgata («Me librará la gracia de Dios por medio de Jesucristo N.S.»), sino con un grito de liberación: «¡gracias sean dadas a Dios por medio de Jesucristo N.S.!» (texto griego). Es evidente para Pablo que sólo la gracia de Dios en Jesucristo lo puede librar; y esto es también implícitamente afirmado. Pablo tiene ya experiencia de esta liberación y por ello le da gracias a Dios; de ahí que no se limite a enunciar sino que exclama, ruega, grita, se expresa y nos conmueve.
Y si bien no todas las páginas de la Biblia son de este estilo, lo importante es no acercarse a las páginas de este Libro con la exclusiva preocupación de aprenderse sus enunciados: «Lo que podemos hacer ante una unidad de lengua­je, es distinguir su carácter de símbolo (informe, representación), síntoma (expre­sión de la interioridad), de señal (llamada a otro)» (ibid.).


Primacía de la «escucha».

Si la Revelación es palabra personal de Dios, si el centro de la Revelación no es una verdad abstracta o un complejo de verdades conceptuales y nada más, sino una Persona que me (nos) habla, me busca, me llama e invita, entonces la Palabra de Dios, debe ser, antes que nada, escuchada. La espiritualidad bíbli­ca es ante todo una espiritualidad de escucha a un interlocutor presente. Shemá Israel, Escucha Israel (Dt 6,4); «Escuchad hoy la voz de Dios» (Sal 95,8): La Biblia quiere un Pueblo y quiere a todo creyente a la escucha. La escucha del hombre es su respuesta a la revelación de la palabra y representa por lo tanto sustancialmente la manera en que la religión bíblica se apropia la divina revela­ción. Por eso Salomón dio muestras de una gran sabiduría cuando dirigió su oración a Dios, pidiéndole no una vida larga ni el reino o la muerte de sus enemigos, sino un «corazón bien dispuesto para escuchar» (cf. 1 R 3,9-12). Escuchar es la primera actitud del diálogo. También en el diálogo misterioso de Dios con el hombre se exige ante todo ser un oyente atento: atención no sólo al mensaje, sino a quien profiere el mensaje. Un poco a la manera de María Magdalena, quien por su atención al hortelano y al modo como le llama por su nombre, logró descubrir la presencia del Señor, reconocer al Maestro y compren­der su mensaje (cf. Jn 20, 11-18).


Lectura sapiencial.

Sapiencial aquí indica que el fin de la lectura (de la Biblia) no es tanto una «ciencia», es decir, un conocimiento intelectualmente elaborado, cuanto una «sabiduría», es decir, un conocimiento vital, gustoso, que pone en juego todas las facultades del hombre y desemboca en la «fe obediente» de que nos habla San Pablo, la cual es consentimiento, abandono, compromiso que abarca toda la vida. Lo mismo sucede en el diálogo de la amistad y del amor, que penetra hasta lo más íntimo de las personas e interesa la totalidad de sus vidas: una comunión de corazones, de intenciones, de proyectos, de vida. Los Evan­gelios son explícitos en condenar a quienes pretenden la comunión con Dios, fin de la Revelación, en términos intimistas o puramente intelectuales. Se es «hermano, hermana y madre para Cristo» -en estos términos expresa Jesús la comunión de los creyentes con El- si se está dispuesto «a hacer la voluntad del Padre Celestial (cf. Mt 12, 46-50).


El Magisterio de la Iglesia al servicio de la Palabra de Dios.

Si la Revelación fuera reducible a pura y simple exposición de doctrinas (función informativa-doctrinal de la Palabra), la enseñanza del Magisterio sería superior a la Palabra de Dios por el mero hecho de que la Iglesia, en sus defini­ciones dogmáticas, lo mismo que en su Magisterio ordinario, expresa las verda­des reveladas mediante conceptos y formulaciones más precisas, distintas y elabo­radas. En este caso la Biblia aparecería como un modelo arcaico de las verdades reveladas, que actualmente pueden ser expresadas de forma más adecuada; se habría convertido en un modelo ya no imprescindible.
Muy al contrario, el Concilio Vaticano II ha reafirmado la permanente trans­cendencia de la Palabra de Dios sobre el Magisterio de la Iglesia: «El Magiste­rio no es superior a la Palabra de Dios, sino que está a su servicio» (DV 10). Tal superioridad
  • no se debe únicamente al hecho de que los enunciados dogmá­ticos no sean, en sí mismos, ni revelados ni inspirados,
  • sino también al hecho de que los enunciados, aun tomados en su totalidad, no reproducen íntegramen­te la Palabra de Dios, que es inagotable, insondable, por ser sencillamente Pala­bra viva y personal de Dios.


«La Iglesia, a lo largo de los siglos, tiende incesantemente a la plenitud de la Verdad divina hasta que en ella alcancen cumplimiento las palabras de Dios (DV 8); no deja jamás de ser 'discípula' de la Palabra de Dios (DV 1), ni jamás interrumpe -mientras permanece sobre la Tierra- este itinerario de compren­sión cada vez más profunda de la transcendente Palabra de Dios, con el fin de cumplir su función 'magisterial' de 'exponer fielmente la Palabra de Dios' (DV 10) a los hombres de todas las generaciones».

Todas las formas de magisterio, incluso las más solemnes de las que puede revestirse la enseñan­za de la Iglesia, tienen, pues, un papel subordinado al de la Palabra de Dios y al de la expresión que la Palabra de Dios se ha dado a sí misma en la Revela­ción escrita (Biblia): es decir, el papel de hacer visible y legible algo de «la Forma primera».

(«Por muy perfilada que pueda estar la forma lingüística de una definición de la Igle­sia, de un Canon conciliar y de tantas otras cosas, esta forma tan aquilatada no puede ser admirada ni apreciada por sí misma, porque está únicamente al servicio de la forma de Cristo que ella quiere conservar y custodiar. Por lo tanto, el anuncio eclesial debe, por razones de índole pastoral, poseer la máxima claridad, y esto incluso por razón de la situación histórico-eclesial y teológica en la que se coloca. Pero esta claridad no entra en competencia con la forma y la formulación de la Escritura. No sustituye, no tiene la pretensión de expresar mejor, de forma más completa y moderna, lo que la Escritura ha dicho de una manera ingenua, fragmentaria, popular y no científica, esencialmente condicionada por el tiempo y, por ende, necesitada de reforma. Las expresiones magiste­riales se mueven en otro plano totalmente distinto. Son interpretaciones y no fundamen­tos de la revelación, no tienden a un sistema expresivo capaz de sustituir total o parcial­mente a la Escritura (...). Lo único que hacen es remitir a algo distinto de lo que son, algo que las supera esencialmente y se halla situado en el plano de la revelación divina» (Urs Von Balthasar, Gloria, vol. 1, p. 250).

Monseñor Edelby, en su intervención en el Conci­lio Vaticano II el día cinco de octubre de 1964, proponía como «último -pero no mínimo- principio» para la interpretación de la Sagra­da Escritura «el sentido del misterio»: «El Dios que se revela es en realidad el 'Dios escondido'. La Revelación no debe hacernos olvidar la dimensión abisal de la vida de Dios, Uno y Trino, que el pueblo de los creyentes vive, pero cuya profundidad nadie puede alcanzar. La Iglesia Oriental afirma que la Revelación es ante todo 'apofática', es decir, una realidad que se vive en el misterio aún antes de ser proclamada verbalmente. Esta nota 'apofática' de la Revelación constituye en la Iglesia el fundamento de todas las riquezas de la Tradición, siempre vivas. Y una de las causas de las dificultades que ha experimentado la teología en estos últimos siglos consiste precisamente en el hecho de que los teólogos han querido encerrar el Misterio en fórmulas. Por el contrario, la plenitud del Misterio desborda no sólo la formu­lación teológica, sino incluso los límites de la letra bíblica» (Acta Synodalia, vol. III., pars III, p. 308).










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